La inteligencia artificial (IA) influye en nuestra vida cotidiana, pero el entrenamiento de los algoritmos puede generar sesgos si los datos utilizados no son neutrales. Estos algoritmos, como los de recomendación en plataformas digitales, pueden amplificar ciertos tipos de contenido y moldear nuestra visión del mundo. La lucha contra la desinformación plantea otro dilema: ¿quién decide qué es “desinformación” y con qué criterios? La regulación del contenido en línea, influenciada por organismos internacionales y ONGs, también plantea riesgos de controlar el discurso y limitar la libertad de expresión. Es esencial garantizar que los algoritmos sean transparentes y las regulaciones debatidas públicamente para preservar la pluralidad de ideas.
Los algoritmos, lejos de ser imparciales, reflejan los intereses de quienes los programan y los financian. Las grandes corporaciones tecnológicas, en colaboración con gobiernos, han convertido estas herramientas en mecanismos de control, restringiendo la libertad de expresión y moldeando la percepción pública. Bajo la excusa de combatir la desinformación, se censuran voces disidentes y se impone una única narrativa aceptable. Esta manipulación no solo limita el pensamiento crítico, sino que también genera una sociedad pasiva y conformista. Ante este panorama, es urgente exigir transparencia, descentralización y rendición de cuentas en el desarrollo y aplicación de estas tecnologías.
La Agenda 2030, presentada como un plan para un futuro sostenible, podría estar allanando el camino hacia una sociedad homogénea y fácilmente manipulable. A través del control de la narrativa, la censura de voces críticas y la vigilancia digital, se están limitando las libertades individuales en nombre del bienestar colectivo. La digitalización y la centralización del poder favorecen un sistema donde la privacidad y la autonomía quedan subordinadas a intereses globalistas. ¿Estamos realmente construyendo un futuro mejor o encaminándonos hacia una prisión global disfrazada de progreso?